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Érase una vez un niño

Los niños vienen al mundo y lo tienen que aprender casi todo, porque solo traen el instinto de succión (para poder alimentarse), y el de llorar para llamar la atención de otros que pueden proveerle de lo que necesita.

 

Los reflejos biológicos, como el de vómito, pero poca cosa más. El resto de mamíferos nace con toda una serie de instintos muy marcados (dicen que en una proporción del 90%) y una capacidad de aprendizaje limitada al 10%.

 

Los humanos sin embargo, nacemos con unos instintos del 5% y una capacidad de aprendizaje del 95%. Por eso la infancia de los humanos es tan larga, y la del resto de mamíferos tan corta. Porque los niños han de aprender un montón de cosas, y los otros mamíferos, solo unas cuantas.

 

Los estudios prenatales afirman que en el útero, el feto a partir de los seis meses ya es capaz de aprender algunas respuestas concretas a estímulos concretos. Como por ejemplo quedarse quieto escuchando una pieza de música tranquila. Los bebés antes de nacer no están en completa oscuridad, porque la luz se filtra por la piel  y los músculos (haz la prueba con un dedo y una fuente de luz), oyen con bastante claridad los sonidos de afuera y como reciben la sangre  de la madre, tienen acceso a toda la base química  de las emociones.

 

Las emociones las podemos sentir porque hay ciertas sustancias en nuestro cuerpo que hacen que las sintamos. Por ejemplo, la alegría tiene en su base la serotonina y las endorfinas. La ansiedad tiene en su base la adrenalina y el cortisol. Por eso si una mamá sufre estrés durante el embarazo, el bebé también lo sufre.

 

Así que ya antes de nacer ese bebé  aprende algunas cosas y siente sensaciones. Viene entonces el nacimiento, el parto. Los estudios afirman que es muy costoso –no solo para la mamá- sino para el bebé. Pasar por un sitio muy angosto (te imaginas a los espeleólogos deslizándose por esas fisuras estrechas de la tierra –qué agobio-), notar la gravedad por primera vez en toda su intensidad (porque en el útero está amortiguada por la placenta) y respirar por primera vez (porque en el útero ha estado recibiendo el oxígeno, no a través de sus pulmones sino a través de la sangre de la madre), que dicen que es la misma sensación que cuando te ahogas…

 

Vaya con el nacimiento ¿eh? Pues la naturaleza que es muy sabia, al cabo de unas pocas horas segrega en la sangre del bebé la hormona oxitocina, que realiza el milagro de “borrar” esas sensaciones traumáticas.

 

En el momento del parto, cuando el niño o niña ya ha nacido, podemos observar cuál es la base de su carácter. El carácter es lo que no podemos cambiar nunca, es algo que es innato en nosotros, y se refiere a la capacidad natural de responder ante la vida (y sus urgencias y retos). Por eso hay niños que nacen y lloran y lloran y no paran de llorar. Otros, lloran un rato pero luego se calman. Y otros no lloran nada (es cuando el médico tiene que comprobar si está bien). Así muestran nada más nacer cómo responden a la angustia que les provoca nacer, ser paridos.

 

Una vez ya están en este mundo tienen que aprenderlo casi todo. Responden a la voz (hay que hablarles calmadamente), responden al contacto físico (por eso hay que acariciarlos) y captan (pero no entienden) los estados emocionales de las personas que les cuidan y se sincronizan con ellos. Así si tú estás nerviosa, el bebé se altera. Si estás alegre y calmada, el bebé sonríe y está despierto y activo…

 

Cuanto más les hablas (en lenguaje normal, no en esa imitación absurda del habla que hacen muchos adultos –abua, en lugar de agua-) más te comunicas con ellos. Porque no entienden las palabras (todavía) pero sí captan el tono, la emoción y sobre todo, van aprendiendo los sonidos, como se repiten, lo que quieren decir. Así aprenden a hablar antes, y la comunicación comienza con buen pie.

 

Llega el momento de que el niño o niña ya se lanza a decir las cosas, ya inventa modos de decir lo que quiere. Es importante que a pesar de entender lo que quiere decir, le guiemos a decirlo bien –ya que si no, lo que estamos haciendo es enseñarle a hablar mal-.

 

Y ahora, que ya entiende unas docenas de palabras, es el momento vital de que los adultos nos acordemos de que quienes somos lo aprendemos a través de lo que oímos que nos dicen a nosotros y de nosotros. Por ejemplo “mira que se porta mal este niño”, y lo decimos una sola vez. Resultado: no pasa nada. Pero: lo decimos continuamente (aunque sea verdad que se porte “mal”). Resultado: comienza a creer que la única forma que tiene de comportarse es esta (mal) y lo aprende. Y lo sigue haciendo.

 

Las palabras pueden herir y pueden curar. Pueden limitar o pueden potenciar. Hay un rasgo cultural de los que hablamos castellano, que es decir algo, no de forma afirmativa, si no negativa. Esto es fatal: “no quiero cansarme”, “no quiero estar nerviosa”, “no quiero llegar tarde”… en vez de afirmar: “tengo fuerza suficiente”, “consigo calmarme enseguida”, “llego puntual”.

 

Así que lo que le decimos al niño sobre él, sobre cómo es, sus cualidades, manera de responder…es sumamente importante.

 

Porque los niños se convierten en lo que escuchan (sobre ellos)

 

Hablaremos en más ocasiones sobre la importancia de las palabras y cómo usarlas para el mayor bien en los niños y niñas. Por hoy, os dejo unas cuantas afirmaciones que podéis practicar con vuestros niños (y en realidad con vosotras mismas también)

 

Me gusta cómo eres

 

Eres listo

 

Me gusta tu aspecto

 

Haces amigos con facilidad

 

Eres un buen alumno

 

Eres especialmente bueno en_________

 

No es importante equivocarse, es importante aprender

 

Eres capaz de hacer________

 

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